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Lucha libre: la antigua novela para hombres

Foto: Jennifer Flores


Camina justo detrás de su padre, con una mano sostiene uno de esos vasos carísimos con chela rebajada y con la otra sujeta por los cordones la máscara color plateada combinada con azul que caracteriza a Atlantis.

Apresurados, se abren paso entre las secciones de la Arena México; pasan por los asientos rojos, naranjas y azules para llegar a los verdes, en donde ni siquiera necesitan que alguien les indique cuáles son sus lugares. Ya instalados, ambos se colocan sus máscaras aunque Atlantis no figure en la lucha del día y le piden a una mujer que capture aquel momento; una foto que podrá ser colgada en la oficina del padre y se convertirá en un instante a recordar cuando su hijo extrañe su presencia.

Así son los martes, viernes, sábados y domingos que incluyen fuerza, agilidad, sudor y pasión; así es la lucha libre mexicana. 


Todo comenzó con luchas dentro de carpas y teatros cuando apenas era el siglo XX hasta que, en septiembre de 1933, el mexicano Salvador Lutteroth González se convirtió en el “Padre de la Lucha Libre Mexicana” al fundar la promotora de lucha libre profesional más antigua del mundo a la cual llamó la Empresa Mexicana de Lucha Libre (EMLL), actualmente renombrada como el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL).

En el barrio de la colonia Doctores, con entradas por un valor de $1.00 y $1.50 se llevó a cabo el primer espectáculo de lucha libre en la antes llamada Arena Modelo en donde se enfrentaron luchadores extranjeros. Asistieron hombres de todas las edades, algunos acompañados por sus amigos y otros por sus hijos, pero la mayoría de ellos fueron a escondidas de sus esposas. 

El enfrentamiento agotó sus boletos y se catalogó como un éxito aniquilador, también se dijo que todo era simple actuación, que los golpes eran simulados y los luchadores sólo salían a lucir los músculos. Aunque las butacas y las paredes presenciaron un sentimiento innegable: el público sintió emoción y ansió que más adrenalina recorriera su cuerpo. 

Fue así como una actuación con dosis de violencia, litros de cerveza, riñas y edecanes hermosas convirtió a la lucha libre en la novela para hombres más querida por México.

En 2024, aún se conservan los bandos de ambos lados del ring: los rudos y los técnicos, el folclor de las máscaras con colores llamativos y telas brillantes, las botas con muchos ojales, las mallas que se vuelven una segunda piel resguardada por un calzón y se estampan con rayas, grecas e incluso, cruces. 

El lema luchístico "el que lucha no es el personaje sino quien lo porta" sigue siendo el mantra de los luchadores y las luchadoras, quienes hasta 1935 debutaron en este deporte que en sus inicios era por y para varones. 

Exactamente a las 19:30 horas, el último “martes popular” de febrero en la Arena México inició con el primer escuadrón perteneciente a la categoría Pequeños Estrellas en dónde Último Dragoncito, Pequeño Magia y Kaligua se enfrentaron a Pequeño Pólvora, Full Metal y Pequeño Violencia. Ambos grupos pasaron por el escenario para llegar hasta el ring acompañados de gritos y aplausos mientras realizaban acrobacias gimnásticas y chocaban las manos de quienes se encontraban en las primeras filas. Todos los luchadores lucían ególatras, como si apenas tocaran el ring se convirtieran en campeones, curiosamente, todos se persignaron cuando el presentador marcó el comienzo de la pelea.

Fue entonces cuando el público integrado por compadres y gringos presenció el primer “lucharán a dos de tres caídas, sin límite de tiempo” de la noche. 

Los rudos se paseaban a brincos por el ring y rebotaban de cuerda a cuerda. Por un lado: una, dos, tres patadas justo en la espalda de uno de sus oponentes y por el otro: un manotazo directo al pecho de un técnico retumbó en las paredes de la Arena.

Dos mexicanos animaban a un gringo a entonar frases que un extranjero no escucha a diario, al unísono gritaron: ¡Chingas a tu madre, Kaligua! o al menos el güero lo intentó. 

Los niños soltaban gritos ahogados y brincaban en sus asientos; las madres, espantadas y divertidas se dejaban llevar por la atmósfera de adrenalina que corría butaca por butaca. Abuelas y abuelos también disfrutaban de la escena, se removían con nervio en los pequeños asientos y observaban con atención.

La lucha femenil fue la estrella de la noche, donde se abandonó cualquier estereotipo acerca de la debilidad de las mujeres.

Entre jalones de cabello, caminatas sensuales y un rosa dominante en el centro del recinto se abrió una pasarela de golpes. Marcela, la titular de las técnicas atrapó a una de sus rudas oponentes y como si fuera un brincolin subió hasta la cuerda más alta del cuadrilátero y saltó para darle la victoria a su equipo.


Coraje, emoción y constancia son características que sólo en un ring es posible sentir. No es únicamente un deporte simple o una tradición mexicana; las luchas representan herencia, unión y pasión entre mexicanos. 

Las mentadas de madre y los riegos de chela que salpican al ring forman el contraste perfecto con las risas entre amigos que ahora hace de la lucha libre una novela de horario familiar. 




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