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La cumbia de la base


La cumbia de la base


- Kevin Talancón.

Estás recargado en la ventana. Las gotas caen en diagonal, una y después otra, todas cortan de a poquito el cristal que te separa del resto de la ciudad. Cierras los ojos, tus manos se van aflojando, tu cara cae raudo y te rehaces. Tienes sueño, pronto vas a llegar.

Hay un par de rostros anónimos, no te vas a acordar de ellos al rato. Ellos también dejan atrás la desconfianza y se duermen. El lento balanceo hace que baile el charco que se quedó dormido también a media combi. Afuera llueve, adentro nomás hace frío.

La combi frena. Tú te mueves para adelante, igual que el charco. Se sube un hombre, trae un uniforme totalmente naranja y unas botas negras que apenas y se agarra a la suela mojada.
- Buenas tardes. – Dice.
- Buenas tardes. – Respondes solamente tú.

Avanza de a poquito, busca un lugar y antes que pueda sentarse el chofer se arranca. Sus pies papalotean en el piso, cae en un sillón y se aferra con sus manos venudas. Se acomoda mientras se soba sus rodillas viejas.

Sus dedos están negros en la punta, alrededor de su uña y la negrura se va haciendo menos entre más subes la vista por sus brazos, brazos todavía agarrados a la rodilla que punza, o al menos eso es lo que dice el hombre de naranja.

Hay un muro que corre al paralelo de la combi, tiene un barandal arriba de él. Conforme más velocidad tomas, el barandal se convierte en una línea amarilla casi recta. Te pierdes en la velocidad con la que te sigue, corre sin moverse, se parece al tiempo. El barandal termina y el hombre aún se soba.

El cielo sigue sollozando, de repente se enoja y las gotas corren más del cielo. Las calles se pierden en la espalda, las dejas atrás y naufragan en la inmensidad.

Ves el quiosco lleno de reguiletes que no corren. El pasto llora chorros de lodo que salen de ahí. Miras para arriba y está la catedral, alta como todas las catedrales, sudando agua que no sale de ella. Gris, gris como el cielo triste, su puerta entrecerrada no deja ver más que oscuridad.

De esa oscuridad sale ella, un abrigo negro y duradero hasta sus rodillas. Corre con pasos cortitos, extiende su mano como hablándole al monstruo blanco en el que vas montado. Se frena y el charquito casi llega con el conductor.

Se abre la puerta y sube, su cara pálida se asoma con unos ojos cafés que chispean vida. No saluda a nadie y pronto elige el lugar a espaldas del conductor. Frente a ti.

De su mochila saca una botella de agua, y le toma hasta llenar su boca. Cada sorbo que da despinta su boca roja y llena de salud la boquilla. Sus pestañas desgañitaban por encima de sus ojos cafés que reflejan el día gris.

Tiene unas chapas rositas por la carrera que acaba de pegar. Toma más agua, y te preguntas por qué no tomó del cielo, has escuchado que esa sabe a vino. Tal vez no le gusta el vino, pero salió de una iglesia, entonces se confesó y ahí le dan vino. Tal vez le gusta la chela como a ti.

Igual y no. Su belleza te espanta. Te miras al cristal, afuera el mundo sigue su curso. Te peinas, tu cabello está un poco mojado, te peinas de un lado, de este otro te ves un poquito mejor. Miras tu rostro, no es tu mejor día. La vida a veces no viene como uno quisiera.

Vuelves la mirada hacia ella y mira hacia tu dirección. Juntas todo tu valor que ya hace rato que está disperso y levantas la mano para apenas saludarla. Ella se queda inmóvil. No devuelve el saludo. Sus ojos cafés no están viendo para afuera, ven para adentro, ven para su alma.

Tú ya tienes rato de no verte para adentro. Ella parpadea y se voltea a ver la ciudad que avanza. Tú miras para donde ve ella. Y rezas con todo el corazón que tus ojos se junten con los de ella en el puñito de acasos que hay detrás del vidrio.

No creías en el amor a primera vista, pero tal vez ese es el único amor que sí funciona. Ella sigue ahí con la sobriedad de vivir. Tu corazón sigue agitado de intentar el saludo. El vidrio a tu lado se empieza a empañar. La ciudad y la lluvia ya no te ven.

El camino sigue y sólo esperas que se haga más largo. No le vas a hablar, o tal vez sí. Cuando llegues a la siguiente esquina lo decides. Una voz ronca interrumpe tu plan, es el señor de naranja.  

Él andaba pensando lo mismo que tú y él sí se atrevió a hablarle, ella sólo lo mira de repente. Se le nota la incomodidad.
- Y ¿dónde estudias? – Le pregunta el hombre de naranja.
- Pues por ahí. – Le responde ella.
- Oh ya. ¿Y no tienes número?
- Sí.
- ¿Me lo pasas?
- Ah, sí.

Los rostros anónimos ya despiertos se miran entre ellos con extrañeza, se siente pesado el aire. El ambiente te deja un sabor amargo. Él saca un celular como para anotar.
Ella pone sus ojos cafés para arriba como inventando un número. Saca números que te dan ganas de anotar, sus paralelos dientes escupen poco a poco diez números que el hombre anota.

Te regala por fin una mirada, te mira y sonríe, sonríe apenas. La sonrisa que le pesa a cualquiera. No es la sonrisa que te hubiese gustado recibir. Saca su cartera y le da dos monedas brillosas al chofer.
- Luego te llamo. – Dice él.
- Está bien. – Ella responde.

Él no para de hablar, pasan las calles y ella baja de la combi. Su sonrisa con labios ya casi despintados desaparece detrás de la puerta. Baja con su abrigo largo y pone su capucha, mientras sube un puente peatonal.

Te percatas que Él la estaba viendo, pero no aprecia más allá, sólo mira su sexualidad bien oculta en ese abrigo. Su boca se abre un poco y la persigue con la mirada. Parece que se agita mientras se toca los labios con sus manos pintas.

Ella desaparece subiendo uno a uno los escalones, tan taciturna como cuando subió a la combi. Se pierde en la penumbra del día triste. No sabes si le hubieses hablado. Te sientes insuficiente, más feo que el hombre de naranja. Más feo que cualquier persona con la que sus ojos cafés se hubieran cruzado antes.

El hombre de naranja pasa su pasaje y se baja en la siguiente cuadra para después ir hacia el puente donde la dejé de ver. Los rostros anónimos tienen el malicioso pensamiento. Lo que tú también estás pensando. Lo sabes por sus ojos pelones que persiguen al hombre de naranja.

Ese hombre de naranja que se pierde detrás del paño de los vidrios. No te atreviste a defenderla, no te atreviste a hablarle, no te atreviste a amar. Vuelves a hacerte chiquito en tu lugar y a escuchar la cumbia que siempre estuvo acompañando el viaje. Era el Paso del gigante.  

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