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El último acorde de una tradición: Historias de vida tras el Organillo

Por Ángel Alejandro Hernández Orán y Cristopher Jontue Sánchez Lugo


Foto: Alejandro Hernández Oran  


La Ciudad de México, el corazón del país, está caracterizada por mantener aún las tradiciones, en especial una que se resiste a perecer: los organilleros, siempre presentes en las caóticas calles de la capital. En muchas ocasiones, su ausencia pasa desapercibida, pero las melodías que salen de sus cajas nos acompañan en cada rincón de la ciudad, siendo ya parte de la identidad de más de nueve millones de chilangos.

En la avenida Madero, testigo silencioso de cientos de historias, se encuentran dos mujeres cuya vida se entrelaza con esa melodía que viaja en el viento. Verónica y Jessica son las guardianas de un arte que, como ellas mismas, sigue resistiendo. En una de esas mañanas calurosas en las que el sol comenzaba a azotar la capital del país, accedieron a hablar con nosotros sobre su profesión a un lado de la catedral.

Pero quince minutos, ¿eh? —dijo Verónica, antes de que la cámara comenzará a grabar.

Su rutina comienza entre las 9 y las 10 de la mañana. Verónica, quien vive en Aragón, y Jessica, que viaja desde Ecatepec, se encuentran todos los días no solo con el propósito de ganarse el sustento, sino también para mantener viva una profesión que, poco a poco, parece caer en el olvido.

Verónica, quien es la de mayor experiencia en el oficio, recuerda que su entrada al trabajo de organillera se dio por casualidad. Más adelante, tal vez por el nerviosismo de la plática, comentó con más detalle cómo llegó a ser parte de esta tradición.

Mientras Verónica hace sonar el organillo (o caja de música), Jessica, su compañera de oficio, se encarga de pedir cooperación a la gente que transita por los inicios de la avenida Madero. Ella se acercó al organillo cuando un vecino la invitó a formar parte:

Él empezó cuando era adolescente, y en ese momento, sepa Dios, llevaba como veinte o treinta años —comentó.

La conversación se centra en Verónica, para quien la profesión de organillera representa una tradición y la principal razón por la que durante 15 años ha adornado el viento con melodías:

Mi papá fue organillero. Estuvo laborando 70 años y de ahí somos una familia de organilleros. Antes aceptaban niños, y él comenzó como a los 8 o 10 años —dijo.

Mientras la gente caminaba por la calle de Madero y Jessica esperaba su momento para agregar algo a la plática, Verónica recordaba que su padre, gracias al oficio, participó en una película al lado de Pedro Infante:

En Escuela de música o De vagabundos, no recuerdo bien cómo se llama la película —comentó. Agregó que, además de Pedro, también conoció a actores de la época de oro del cine mexicano, como Javier Solís y Silvia Pinal.

Al cuestionarlas sobre lo más memorable de su trabajo como organilleras, Verónica, quien se había adueñado de la conversación, comentó que, al igual que su padre, ella tuvo la oportunidad de encontrarse con dos artistas que eran de su agrado:

Diego Morán se regresó así de la nada y me cooperó. Fue una ilusión conocerlo en persona y saber que es una buena persona. Y el más reciente, Víctor García, igual me vio, se regresó y platicó conmigo. Ambos me dijeron que les gustaba mucho la profesión. Que cada que veían a un organillero, se detenían a cooperar y que ojalá nunca muriera la tradición —comentó, mientras en sus ojos se revivía el momento que acababa de contar.

Mientras la plática se llevaba a cabo, la melodía que nace del organillo se ausentó de la avenida Madero. Al preguntarles si alguna melodía la asocian con un momento importante de su vida, ambas se voltearon a ver, y Jessica decidió tomar la palabra:

Tú tienes más historia en esto —dijo, refiriéndose a Verónica—, yo no.

A partir de este momento, la conversación fue tomada por Jessica:

La única anécdota que tengo con música es que una chica francesa se puso a llorar frente al organillo. En ese tiempo, yo tenía un aparato que tocaba La vida en rosa y estaba trabajando afuera de la catedral. Salió ella de la iglesia y rompió en llanto. Yo pensaba, ¿pues qué te estoy haciendo? —comentaba con carisma.

Agregó que para la chica francesa La vida en rosa era significativa porque la había acompañado en su boda:

Me empezó a grabar. Le llamó a su esposo, e incluso lo saludé. No entendía nada de francés, pero fue una experiencia bonita. A partir de ahí, conocí más la melodía y me gustó —recordó.

Esta experiencia enmarca lo escrito al inicio de este texto: el oficio de organillero pasa desapercibido, pero las melodías que salen de esas cajas cafés son parte del soundtrack de un momento de nuestras vidas.

La anécdota contada por Jessica dio paso a que la plática se centrara en el corazón de su profesión: el organillo. Nos explican que funciona mediante un rollo, el cual regularmente incluye Las mañanitas y siete canciones que han ido cambiando con el tiempo. Cielito lindo y Amigo organillero son las más solicitadas, aunque Perfume de gardenia también se mete en el top tres de preferencias, ya que es muy popular entre los señores mayores.

Suena muy bonito en organillo —añade Verónica.

Al cuestionarlas sobre dónde se obtiene el organillo, Verónica responde:

Es rentado. Hay tres lugares: uno en Tepito, La Lagunilla y Ciudad Neza.

También ya hay uno en Iztapalapa —interrumpe Jessica.

Cuesta entre 230 a 250 pesos mexicanos —añade Verónica.

A partir de esta respuesta, la capital comienza a tomar protagonismo en la plática. La avenida Madero, la calle de Guatemala y la catedral han sido los lugares donde han hecho sonar las melodías del organillo. Aclaran que, en la catedral, por la cantidad de gente mayor que acude al templo, es donde más se valora al organillero.

Mientras en la torre latinoamericana observa, Jessica nos comparte que la música no solo las ha ayudado a superar momentos difíciles, sino la misma profesión:

Llegas aquí y te deshaces de los problemas. Tienes que dar una buena cara a la gente. Tratarla bien. Hacer que le guste la música. Realmente estás ofreciendo un trabajo, que como tal no te piden, pero que muchos sí aprecian. Entonces debes venir de buena manera —agregó en un tono serio.

Aprovechando la emotividad que su respuesta dejó, se les hace la pregunta sobre si hay algún día de felicidad que la profesión les haya dado.

Ambas se quedan pensando y Verónica rompe el silencio:

Para mí, una Navidad en la que estaba un poquito baja de ánimo. Cuando me fui a trabajar en la noche, dos señores muy agradables salieron de su casa y me dijeron: "Toma, hija. Ya vete a descansar con tus hijos". Eso fue lo más bonito —platicó mientras se le comenzaba a dibujar una sonrisa.

Al terminar Verónica, Jessica platica acerca de su día más feliz dentro del oficio:

Yo trabajé en Oaxaca. Hubo un día que trabajamos cerca de la playa y de un pueblo. Fue muy bonito. La gente se nos acercaba. Querían tocar el aparato, saber de qué se trataba. Fue muy padre... no solo por el trabajo, sino por lo bien que nos la pasamos con la gente.

Jessica compartió su experiencia sobre cómo la gente de diferentes lugares reacciona ante el organillo:

La gente se te acerca diferente. Se te acercan con más gusto. Como en los pueblos no hay tantos, la gente de allá me dice: "Qué bueno que vinieron, porque yo nunca iré a la ciudad, la vida es muy rápida"... qué bueno que vinieron a alegrarnos. Yo trabajé en varios estados y la verdad es más fácil. Aquí me dicen: "En esta misma calle hay otro", y pues le dan al otro —en tono cómico—, pues dices gracias, o de regreso me da a mí, cotorreas.

Mientras la conversación seguía, nos detuvimos a pensar en cómo el público reacciona ante el organillo. En especial, nos surgió la duda de si los extranjeros, al no estar tan familiarizados con esta tradición, también se acercaban a cooperar. Por eso, les preguntamos:

¿Lo mismo sucede con los extranjeros?

Jessica agrega que no, en particular —bromeando—: "O no sé si sea yo, pero regularmente los extranjeros no suelen hacerme caso, pero sí he visto casos en los que a otros sí se les acercan, les llama la atención. Yo, esa suerte no la tengo", comenta mientras ríe.

Aprovechando el tema de los extranjeros, agregan que el problema reciente que hubo, en el que expresaban no gustar de esta tradición, les benefició.

Verónica nos contó una anécdota sobre cómo la reciente polémica con los extranjeros benefició a los organilleros:

Mucha gente de otros estados venía y te decía: "Te voy a cooperar, nada más para darles en la torre a los extranjeros. Si no les gusta, que se vayan a su país"

La música y las melodías del organillo no solo acompañan a Verónica y Jessica durante sus jornadas, sino que también les han dejado recuerdos que van más allá de lo laboral. Al preguntarles sobre el día más triste dentro de esta profesión, ambas se quedaron pensativas.

Como si fuera una respuesta que ambas tuvieran en la mente, Veronica  responde:

No tristes, pero sí difíciles, en especial cuando la lluvia nos sorprende, porque, aun así, tenemos que trabajar para sacar los gastos —explica Verónica. Jessica, para complementar, agrega:
También cuando hay un evento masivo, como el Día de Muertos. Llega un punto en el que hay tanta gente que no te deja trabajar. No te hacen caso, y entonces ahí no puedes hacer nada.

A pesar de los gestos de amabilidad que a veces reciben, el oficio de organillero no está exento de dificultades, especialmente las económicas. Sobre cómo enfrentan estos retos, su respuesta es clara:
Acostumbrándote a ahorrar —dice Jessica.
Eso es lo principal —añade Verónica—. En este oficio no vas a salir adelante si no te acostumbras a ahorrar. El día que te va bien, sigue gastando lo mismo que el día que te fue más o menos. Ha habido veces que, de verdad, no sale nada por una u otra razón: que se descompuso el organillo, que la llanta, o que el lugar está cerrado. Pues ahí ya agarras de lo que tienes ahorrado.

Mientras hablan de sus ingresos, surge la curiosidad por saber cuánto es lo máximo y lo mínimo que han ganado en una jornada. Después de un silencio de unos segundos, Jessica, responde:

Realmente varía mucho. Por ejemplo: te va a llegar el día, que no pasa diario—aclara—que te llega una persona que 500 pesos no son nada. Llegas. Tocas y te da 500, y pues te quedas con que es mucho.

Yo no los daria asi porque si—mientras suelta una carcajada—Es algo que no pasa del diario, pero pasa—

Para contrarrestar, Veronica agrega que mínimo deben sacar cien pesos para solventar los gastos del día como el pasaje de los hijos, de ellas, la comida y lo del día.

Ambas confiesan que darle vida al organillo es su único oficio y de ahí obtienen su sustento económico. Jessica comparte:
Yo tengo pareja, y es como un conjunto. Él tiene un trabajo con sueldo estable, entonces yo soy como el apoyo extra.

Debido a las dificultades que comentan acerca de la profesión, les preguntamos si en algún momento han considerado dejar de hacer sonar la caja. Jessica, sin dudarlo, confiesa:
Hay veces que decimos: "Esto ya no está dejando" —comenta entre risas—, pero tienes que tener la mentalidad de que no todos los días te va a ir bien. Ni modo, hay que echarle ganas.

El rostro de Verónica refuerza las palabras de su compañera. A pesar de las adversidades, ambas demuestran una pasión genuina hacia su oficio, algo crucial para mantener viva una tradición que se resiste a desaparecer.

El viento en la avenida Madero empieza a extrañar la compañía de las melodías del organillo, y antes de volver a sus tareas, comparten cómo ven el futuro de la profesión. Ambas coinciden en que este podría depender de la modernización del aparato o del repertorio musical.
Ya hay algunas canciones de José José —agrega Jessica, quien, para este punto, se ha adueñado de la plática.

Como mensaje final, Jessica, a pesar de ser la más joven en el oficio, cierra la entrevista con un llamado a la empatía:
Apoyen. Somos personas que salimos con la idea de ganar algo. ¡No estamos haciéndole daño a nadie! La dinámica es muy fácil: ¿gustas cooperar? No. Perfecto. No tienes por qué hacer otra cosa... Pero hay que tener conciencia y ser amables con todos. Tanto nosotros, que tratamos de mantener viva una tradición, como la gente que nos escucha.

Al despedirnos, notamos a un espectador más que había estado presente durante toda la charla: un pequeño changuito de peluche, que, con su uniforme de organillero, parecía ser el primero en escuchar las melodías de la caja y que, curiosamente, también observó lo escrito en este texto.

Intrigados, les preguntamos por el significado de llevar un peluche de changuito en el organillo. Una vez más, Jessica nos explica:
Hasta donde sé, los organillos antes se usaban para amenizar el inicio de las funciones de circo. Servían para llamar la atención de la gente. En ese tiempo, los changuitos eran de verdad y acompañaban al organillo. Los entrenaban para interactuar con el público, recoger monedas o simplemente entretener. Después, con la prohibición de los animales en los circos, el changuito quedó como una representación .

Luego, quisimos saber si el changuito era el único animal que acompañaba a los organilleros, y la respuesta de Jessica fue curiosa:
Me parece que hubo un organillero que llevaba... ¿un oso? —le pregunta a Verónica, quien niega conocer ese mito.

¿No sabes? —le responde Jessica, algo sorprendida—. A mí me la acaban de contar, pero no sabría contarte bien la historia de eso. Lo que sí sé es que el changuito es el símbolo representativo del oficio.

Cuando la charla llega a su fin, el viento de la Avenida Madero parece respirar profundamente, como si hubiera estado esperando el regreso de las melodías del organillo. Y así, casi como un rito, las manos de Verónica vuelven a mover la manivela, y el característico y nostálgico sonido de la caja se eleva una vez más, llenando el aire con la misma música que ha acompañado a generaciones enteras. La ciudad, a su manera, continúa su curso, pero algo en el ambiente se queda: la tradición, intacta, como si nunca hubiera dejado de sonar.

Una foto de un peluche en forma de mono encima de un organillo, el jueves 8  de noviembre  de 2024. (Alejandro Hernández Oran)



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