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Los maestros sin nombre | Ajkunom

 

¡Si pudiera quedarse! (...)

Llega un hombre que tiene su cuerpo de sonido

Es tan pobre, que toda su riqueza es de olvido

-          Carlos Pellicer

 

Dibujo: @gpermay | Fotografía: @hafid_leon

Hace algún tiempo me interesé por la música del bailaviejo. Preguntando, había un nombre que me llamaba la atención. Preguntando por ese nombre sus historias me llegaron. Jamás he visto una fotografía o retrato de él, pero sus danzas me han llegado. Muchos de los maestros tamborileros lo conocieron, aprendieron de él y recuerdan en cada fiesta sus enseñanzas.

    De vez en cuando alguien lo recuerda mencionando que tal o cual danza la aprendieron de él. En alguna plática con alguna persona que fuera cercana a él salió un relato sobre su extraña muerte: mientras se ahogaba en penas alguien aprovechó para hundirlo en la etílica sangre de los muertos.

    De lo que he escuchado pareciera que lo conozco, de las danzas un retrato difuso de él se esboza. Por conocerlo tan poco sólo la duda surge, sólo las ganas de preguntarle cosas hay. Pero no se puede. ¡Si pudiera quedarse!, ¿podría contarnos lo que habrá sacrificado de sí mismo para aprender lo que aprendió?, ¿de quién aprendió?

    No sé nada más de él. Ni su cuerpo en descanso he hallado en el cementerio cuando lo busqué para dejarle un regalo, un ramo de flores vivas que recuerden su muerte y lo mantengan vivo. Sólo vive su cuerpo en sonido, en cada fiesta nace y muere cuando alguien enseña lo que él enseñó: sus danzas; aquellas que, a su vez, aprendió de alguien a quien hoy hemos olvidado, igual que, como hoy, lo hemos olvidado a él.

    En su funeral el silencio no asistió. Se calló la ausencia de sonido. ¡Que suene el bailaviejo en mi entierro! Así habló en su último día, a horas de fallecer, como si supiera que moriría –lo digo como si no supiéramos todos ese destino común-, así su último deseo fue.

    Como dijo un anciano: cuando uno muere, el cuerpo ya no funciona, pero el espíritu siempre estará. Podré no encontrar su cuerpo en el panteón, pero su espíritu siempre está cuando sus sones son tocados en las ofrendas: mientras haya ofrendas el espíritu de los muertos vivirán. Y su voz siempre se escuchará mientras las personas tomen sus enseñanzas y practiquen su música: esa voz, esa música, ese son, el cual nadie sabe quién inició su reproducción es lo clásico. 
     
    Creo que sus sones no se deben de tocar, sino que ellos deben tocarnos a nosotros. Debemos ser nosotros quienes nos callemos y pongamos atención a las enseñanzas del maestro, de quien no podemos sino sólo aprender. Los cuatrocientos maestros sin nombre vivirán mientras sus enseñanzas se sigan interpretando -en su sentido hermenéutico como en el sentido de ejecución de la música. 

    Morirán, no cuando sus cuerpos dejen de funcionar, sino cuando el silencio a sus funerales lleguen, cuando sus palabras no se oigan, cuando en la fiesta sus enseñanzas no lleguen. La muerte de los clásicos, la voz de los cuatrocientos maestros sin nombre, no está en la muerte del cuerpo, sino en el olvido, en el momento cuando su voz se apague para siempre.

    Eran tan pobres que sus riquezas la tenemos sólo en una pobre memoria. Eran tan pobres que nos han dejado todo, sólo les ha quedado el olvido.

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