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Los honestos no sirven para aquel oficio

Los honestos no sirven para aquel oficio

- Kevin Talancón.

Sí, yo también bajaba con las jotas. Ellas me enseñaron a cortar el pelo y todo lo que debes saber sobre aquel oficio. Mi mamá me decía: <<no bajes ahi. Vas a acabar haciendo lo que esas>>. Y pues sí, pero mi madre no lo supo.

Era viernes. Uno lo sabe por cómo se esconde el sol. Aparte, había gritos en las cantinas y teporochos en las banquetas. ¿Las Jotas? Pues andaban trabajando. Estaba yo solito afuera del motel.

El monologo uno se lo aprende, los precios, lo que ofreces, de qué depende, todo. Queríamos ir a beber, mis dos amigas se habían ido desde hace rato ya. El tiempo cachazudo, nomás no corría. Lento el sol se va, los carros siguen corriendo quién sabe adónde.

Uno oye los pensamientos siempre en un mismo volumen. Se oyen menos que los gritos de un borracho. De vez en vez salen a orinar ahí a la esquina, pero ni los peles.

Ya nomás una farola te echa aguas. Las letras del motel, antes de todo sí brillaban y arañaban las estrellas chiquitas, pero ya se le fueron las fuerzas. Ya hasta los pies piden agua de nomás estar parado. ¿Tú no te comes las uñas? Yo sí lo hacía, ese día lo hice para matar al rato.

Cruzados los brazos tenía cuando lo vi llegar. Sus ojos no se dejaban ver, los lentes redondos te decían que no. Estaba peloncillo; unos poquitos pelos cubrían su calva. Sus pies estaban bien anidados por unas botas de casquillo descarapeladas y su playera era de Coca Cola, blanca de vestir.
- ¿Y tus amigas? - Me preguntó.
-Andan trabajando, yo creo que regresan como en una media hora. Ya tardaron.
-Chale, ¿y tú no le haces a eso?
Yo la neta jamás lo había hecho, pero lo había ensayado muchas veces. Igual, una entrada de dinero a nadie le hace mal, creo.
- Sí. - Respondí.

Le di los precios. Yo escuché a las Jotas cuánto, ese precio le dije. No me hizo más cuestionamientos. Se metió a la recepción. Me fui atrás de esas botas que dejaban un caminito de tierra en el azulejo blanco del viejo salón.

En un sillón verde me quedé en lo que Él pagaba. Vi que sacó uno de a mil, de esos que casi nadie cambia. Valentín, Valentín era ese muchacho regordete de la recepción. Siempre me saludaba. Se sorprendió al verme en esta situación. Te digo que no lo había hecho antes.

Le dio su cambio del de a mil y vi que el dinero se lo echó en la bolsa de su camiseta con el logo de Coca bordado con hilo. Me hizo un gesto con su cabeza y me puse de pie. Salimos de la recepción. Un pasillo largo de puros garajes vacíos. Cada garaje tiene una ventana arriba. Ninguna cortina está abierta.

Él se dio la vuelta a la izquierda, nos metimos en esa casita hecha para los carros. Presionó un botón abrazado a la pared blanca y la puerta se fue bajando hasta tapar la oscuridad del cielo. Subimos las escaleras, yo iba en frente y Él me iba tocando las piernas por detrás.

La puerta estaba cerrada, la perilla era una de esas largas que son como una palanca. Él sacó una tarjeta y abrió la puerta, me tomó del brazo y me metió al cuarto. Nos sentamos en la orilla de la cama, era correosa. Se levantó y llamó a la recepción. Pidió cervezas.

Se tomó como seis. Sus palabras las empezaba a arrastrar, me platicaba; sólo ha tenido una pareja en su vida, se dejaron, ya se odian. No sabe cómo la pudo amar. <<Digo que hay que ser claros, esa es la respuesta a las relaciones humanas>>, me lo dijo mientras sus gafas ya estaban paseando en sus manos.

Sus ojos eran grandes, cafés, claros a la luz. Parpadeaba, lento, cada que cerraba el ojo pareciera dormir de a pedacitos. Su lengua se asomaba cada tanto, se mojaba sus labios resecos. Su cabeza brillaba por la luz verdosa del cuarto. Me miraba, Él me miraba con sus ojos que perdían brillo.

Me dio lo que le había dicho que cobraba. Me eché ese par de billetes al pantalón, levanté la cabeza y ahí estaba: cobarde en su desnudez. Su cuerpo era flaco y flácido. Su panza se salía de esa línea recta que su cuerpo dibujaba hace rato. Sus brazos se tomaron y sus piernas se retorcían como víboras.

No supe qué decir al ver ese pecho pálido y peludo. Sus ojos cansados no se quitaban de mí. Respiraba por la boca. Arriba de sus labios, ahí por donde dicen que Dios nos deja la huella del índice, brotaban gotas de sudor, transparentes y calientes gotas de sudor.
-Ven, ya. – Me dijo y acabó con el silencio. Ese silencio que escuchas por lo silencioso que es.
- Ay no, primero báñate.
- No, ven, ya te pagué.
- Pues sí, pero primero báñate y en lo que lo haces voy por una chela.
- Si te quieres ir deja aquí tus tenis.
- Cómo crees que los voy a dejar, no mames.
- Déjalos o no vas. Aparte, puedo pedir la chela de la recepción.
- Ay no, esa chela no es de la que me gusta. Ándale, ya métete.

Se metió a bañar. Me había echado para atrás, yo ya me iba, no quería volver. En esas andaba cuando vi que junto a su camisa amarillenta por el sudor estaba el ticket que le habían dado en el hotel. Lo tomé y traía dinero envuelto con el papel.

Salí del cuarto, corrí, mi corazón me dolía de tanto latir, se quería salir de mi pecho. El estómago me quemaba, respiraba al ritmo de mis pasos. Cerré los ojos por un momento y la oscuridad de mis parpados era menos oscura que esa noche del casi sábado.

La mano en mi bolsa, no paraba de temblar. Un chiquillo, con un uniforme de escuela iba saliendo de una habitación. Traía su mochila, me miró y no sé quién de los dos sintió más pena. Todos sabemos para qué sirven estos moteles.

Las habitaciones oscuras me observan, hay ojos en todas partes, todos saben lo que hiciste. Tú sabes que no está bien. La oscuridad de las cortinas cerradas, la oscuridad del cielo, la oscuridad de tus parpados, la oscuridad de tus pensamientos. Ninguna se parece; todas te recuerdan el mal.

Llegué a la recepción, ahí andaba Valentín con sus audífonos y su panza que siempre se asomaba por arriba del pantalón. Me vio venir apurado, pero no se exaltó en lo más mínimo. Sentado aun, se quitó sólo un auricular de una oreja.
- ¿Qué te pasó, Maricón?
- Nada, nada, dame un cuarto, de los de hasta atrás.
- Simón, pero ¿estás bien? Te ves pálido.
- Sí, güey. Ya dame la llave, y toma, si alguien pregunta por mí no me has visto.

Se guardó el billete que le di y me dio la llave que mas bien era una tarjeta. La agarré. Antes de salir me volteé la sudadera. Volví a caminar por los pasillos largos, llenos de garajes, llenos de oscuridad.

Un anciano estaba fumando, recargado en una pared, el humo corría de su boca, sacaba de poquito en poquito, se desmenuzaba en el aire. Sus ojos me seguían. No parpadeó en ningún momento. Apestaba a azufre. Y ya cuando lo iba a dejar de ver me regaló una sonrisa con media boca, asomando su dentadura chimuela.

El cuarto que me asignó Valentín estaba hasta el final del pasillo, junto a la alberca. La alberca mohosa y quieta, reflejando la luna chiquita que te persigue a todos lados. Me metí al cuarto y me asomé por la ventana. Ahí estaba el anciano junto a una niña de no más de quince años. Ambos fumaban.

Mis ojos corrían ansiosos, lo buscaban a Él. Sabía que me estaría buscando con su borrachera ausente. Estaría furioso, me golpearía si me encuentra, me mataría si me encuentra. No salía, pasadas las horas el corredor del motel estaba solo.

Saqué mi celular y le marqué a una de las Jotas. El ruido de la llamada se extendía por minutos y no me respondía ninguna de las dos. Intenté comerme las uñas, pero hace rato no había dejado nada para ahorita. Tenía calor, tenía miedo. Me respondió.
- Güey, ven por mí, le acabo de dar un pellizquito a un mayate. – Le dije.
-Ay no, cabrona. Ya es bien tarde, ya ando en mi casa.
-Güey, por favor, tengo miedo de que me encuentre.
-Cálmate, ni que le hubieras chingado tanto.

Caí en mi inocencia de que no había contado el dinero. Colgué el teléfono y con las manos temblorosas saqué el dinero aun enrollado con el ticket de la habitación.

Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil. Los junté otra vez y volví a empezar. Mil, dos mil, tres mil, (…) veintitrés mil. Los volví a juntar y los volví a contar. Mil, dos mil… cuarenta y dos mil. Los volví a juntar y volví a contar. Mil, dos mil… con tal desesperación de ganarle a los billetes, contarlos todos antes de que se hicieran más. Pero no terminaba y ya había más billetes brotándome de las manos.


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