Como traídos de un sueño idílico, los colores y palpitares mexicanos se hacen presentes cada miércoles y domingos bajo el cuerpo icónico de Bellas Artes.
Entrar ya confiere un misticismo entre los pasillos, se suben algunos pisos refugiados en un elevador antiguo. Una vez ingresando al recinto, los vitrales y la perfección rojiza de las butacas, preparan a los sentidos.
Las luces se apagan, el telón de cristal opalescente se deja ver entre luces. Comienzan los estruendos del corazón prehispánico retumbar al unisono, la piel heredada se eriza, se ven nacer desde la tierra un grupo de personas tocando los tambores; será tan sólo el preludio al camino entre México.
Seis décadas han pasado desde que Amalia fundó el Ballet Folklórico de México, las aspiraciones de quienes solían ser tan sólo 8 integrantes, se multiplican sobre la puesta bajo el ritmo divergente de las regiones del país. Vestidos largos, pantalones ajustados, música que proviene de un mismo sitio y de lugares inesperados.
Amalia se encargó no sólo de bailar con los plantas de los pies, también con los oídos: de los palcos dejan ver el talento de los músicos, se acercan al público desde su labor, concentrados en el ritmo de su individualidad y al mismo tiempo de quienes les observan.
La vivacidad continúa festejando a los municipios, la historia y la riqueza de la cultura. Inevitable es sentir que el orgullo se acrecienta.
Terminada la función, como regalos resurgen los bailarines tras los aplausos y el vitoreo. Y cuando todo pareciera terminar, salen de los pasillos algunas parejas a bailar entre las butacas y más tarde, con los propios espectadores. Hacen tangible el ritmo que llevaban ya los pies y el patriotismo.
Se sale del lugar mirando otro espectáculo: la ciudad que habita de noche. Con la sensación de haber viajado todo un día por cada festejo hacia la vida, cada manifestación de arte naciente de distintas historias y un mismo corazón: el ombligo de la luna.
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